Argentina rompe su récord de petróleo pero la verdadera noticia es otra: cuando hay políticas de Estado, el país funciona

21 noviembre, 2025

Un récord petrolero que estalla como síntoma, no como sorpresa

Argentina acaba de clavar 859.500 barriles por día, el mayor nivel de producción petrolera de su historia. Más que en 1998, más que en cualquier pico previo, más que en todos esos años donde el país parecía condenado a ver declinar sus cuencas mientras los discursos repetían promesas sin destino.

El récord no cayó del cielo: lo empujó Vaca Muerta, ese monstruo de shale que hoy explica entre el 60% y el 66% de todo el petróleo que sale del país. Estamos hablando de más de 560 mil barriles por día solo desde el no convencional, una cifra que no solo mueve agujas: directamente sepulta la caída del 7% anual que arrastraban los yacimientos convencionales.
En criollo: cuando la producción vieja se apagaba, el shale neuquino prendió las luces del estadio y se volvió el motor del nuevo boom petrolero argentino.

Pero la fiesta del récord no se entiende sin mirar algo todavía más profundo: la infraestructura que se construyó mientras en Buenos Aires discutíamos pavadas.

En 2023 se consumó uno de esos hitos que pasan desapercibidos, pero sin los cuales no vuela ni un barril: la mega ampliación de Oldelval, el ducto madre que une Neuquén con el Atlántico. Pasó de mover 225.000 a 540.000 barriles por día. No es una obra: es una diferencia civilizatoria. Con eso se destrabaron cuellos de botella que frenaban a todo el sector, bajaron costos y se abrió un corredor que no existía en la práctica.

A eso se sumó otro gesto histórico: la reactivación del Oleoducto Trasandino (Otasa) después de 17 años muerto. Ese caño volvió a bombear petróleo a Chile a razón de 90.000 barriles diarios, devolviéndole a la Patagonia una salida occidental que Argentina había dejado oxidar durante casi dos décadas.

Resultado: medio millón de barriles por día van al mercado interno… y todo lo que sobra, que es mucho, se exporta. Así, sin grandilocuencia, Argentina recuperó un lugar que había perdido: volvió a ser jugador regional, proveedor confiable y país con voz propia en energía.

De la caída al renacimiento: YPF y el giro que cambió todo en 2012

El éxito de hoy tiene un punto de arranque clarísimo, aunque moleste en algunos asados: 2012.
Hasta ese año, la producción venía cayendo sin freno desde 1998. YPF estaba en manos de Repsol, exprimida y sin horizonte. El sistema energético era un dominó a punto de caerse.

Entonces llegó la decisión que muchos criticaron… y que una década después todos terminaron usando: la recuperación del 51% de YPF.

Esa reestatización fue la estaca que frenó la hemorragia. A partir de ahí:
– se frenó la caída,
– se volvió a invertir,
– se apostó fuerte al no convencional,
– y se recuperó algo que no aparece en ningún balance: la capacidad de planificación soberana.

Los datos lo confirman: entre 1998 y 2012 la curva era un tobogán. Después de 2012, la película cambia.

YPF cambia de era: Loma Campana, socios globales y la profesionalización del shale

Apenas un año después de la renacionalización, YPF hizo lo que nadie esperaba: selló el acuerdo con Chevron para desarrollar Loma Campana. Ese bloque se convirtió en la primera fábrica masiva de shale oil de Argentina.

Con un marco regulatorio más sólido, empezaron a aparecer jugadores globales: Dow, Petronas, Wintershall, Equinor. YPF ya no estaba sola: estaba liderando una mesa donde cada uno ponía capital, tecnología y know-how.

La compañía estatal no la tuvo fácil —pozos carísimos, logística compleja, curva de aprendizaje empinada—, pero insistió. Entre 2020 y 2022 logró el crecimiento más fuerte de sus últimos 25 años: más producción, más reservas, menos deuda y récords de eficiencia en perforación y fractura.

Ese salto productivo consolidó algo clave: YPF volvió a ser el principal productor de crudo del país, y el líder absoluto del shale argentino.

Lo que vino después es historia conocida: el récord.

Vaca Muerta y el régimen que cambió el juego

Mientras YPF redefinía su destino después de 2012, el Estado nacional hizo algo que rara vez sucede en Argentina: puso reglas claras y las mantuvo. En 2013 llegó el Decreto 929, ese que muchos ni leyeron pero que fue la llave maestra para que empezaran a entrar inversiones gigantes.
¿La oferta? Simple: poné mil millones de dólares sobre la mesa y te dejo exportar el 20% de lo que saques sin impuestos y con dólares propios.
En otras palabras: previsibilidad, estabilidad y un mensaje nítido para el mundo energético:
“Argentina quiere desarrollar Vaca Muerta en serio.”

Ese paquete de incentivos —gestado en tiempos de Cristina Fernández— generó algo casi impensado: confianza de largo plazo. Las empresas, que acá huelen el riesgo como los lobos al viento, empezaron a ver que existía un marco que no mutaba cada seis meses.

Después vino 2014, con una nueva Ley de Hidrocarburos que amplió plazos a 35 años y ordenó el tablero con las provincias. Y ahí pasó lo que nadie esperaba en un país donde todo se discute:
la política energética sobrevivió al cambio de gobierno.

En 2015 asumió Mauricio Macri y, lejos de tirar todo por la borda, siguió con la misma línea: mantuvo los incentivos, ajustó convenios laborales, abrió exportaciones, liberó precios, eliminó retenciones.
La continuidad siguió ahora con la administración actual: más desregulación, más exportaciones, retenciones en retroceso.

Tres gobiernos completamente distintos, una sola línea estratégica.
Un pequeño milagro argentino.

Obras e infraestructura: el lado B del récord

Producir más es fácil de decir. Mover ese petróleo es otra historia.
Y ahí hubo una década de obras que le cambiaron el esqueleto energético al país.

La ampliación de Oldelval fue el primer gol de media cancha: de 225.000 a 540.000 barriles diarios. Una obra que no sale en la tele pero que decide si Vaca Muerta crece… o se ahoga en su propio éxito.

YPF, mientras tanto, hizo lo que tiene que hacer una petrolera seria:
– nuevos ductos troncales y laterales,
– conexión directa de Loma Campana al sistema principal,
– plantas de tratamiento gigantes en Neuquén para procesar shale oil sin trabarse,
– ampliación de tanques y sistemas de estabilización para poder exportar sin cuellos de botella.

Después vino una escena casi cinematográfica:
revivir el Oleoducto Trasandino después de 17 años apagado.
De golpe, 90.000 barriles diarios cruzando a Chile y una salida al Pacífico que Argentina había dejado empolvada como un escritorio estatal en enero.

En la costa bonaerense también se movió la aguja: nuevas ampliaciones en Puerto Rosales y Bahía Blanca, tanques más grandes, muelles para buques que ya no entran en cualquier lado.

Y lo que viene es todavía más enorme: el Oleoducto Vaca Muerta Sur, la obra petrolera más grande en medio siglo, que promete habilitar exportaciones por más de US$ 15.000 millones anuales desde 2027.

A eso se suma el Gasoducto Néstor Kirchner, cuya segunda etapa sigue en construcción: otra muestra de que cuando Argentina quiere, puede hacer infraestructura en serio sin perder años en discusiones eternas.

Continuidad política y resultados a largo plazo (la herejía que funciona)

El récord petrolero no es solo un numerito para que lo tuitee algún funcionario. Es, en realidad, una anomalía positiva en la historia argentina. Una rareza. Un capítulo donde el país hizo algo que casi nunca hace: sostuvo una política de Estado más allá del color político del que se sentaba en el sillón de Rivadavia.

Desde 2012, cuando Cristina empujó la recuperación de YPF y abrió la puerta al shale; pasando por Macri, que sin decirlo siguió casi todo lo que había arrancado la gestión anterior y encima agregó acuerdos de competitividad y apertura exportadora; hasta Alberto Fernández, que continuó obras gruesas como el gasoducto y mantuvo las reglas del juego:
nadie dinamitó Vaca Muerta.

Hubo matices, obvio. Hubo peleas, discursos, grietas, titulares, chicanas y epítetos de todos los gustos. Pero en el fondo —en el subsuelo, literalmente— todos hicieron lo mismo: seguir adelante con la política energética.

¿Y qué pasó cuando por una década no se tocó la brújula?
Pasó esto: crecimiento sostenido, producción subiendo a dos dígitos, 15% interanual solo el último año, y un país que ahora se anima a decir en voz alta que puede llegar a 1,5 millones de barriles por día en 2030, con un millón exportable.
Antes sonaba a exageración; hoy es un cálculo conservador.

Las empresas lo reconocen sin rodeos: el desafío no es geológico —el shale sobra—, ni tecnológico —el know-how ya está—. El desafío es no romper lo que funciona: seguir bajando costos, mejorar rutas, robustecer proveedores locales y sostener las condiciones macro, sin volantazos alocados cada dos años.

En criollo: si no nos auto-saboteamos, la Argentina energética explota para arriba.

La síntesis: cuando hay rumbo, hay resultados

Este récord petrolero no es un pico aislado: es la demostración empírica de que las políticas de Estado sirven.
La energía lo probó: cuando se deja de improvisar, se deja de pelear por el “mérito” y se empieza a trabajar con continuidad, los números cambian solos.

Hoy Argentina produce más petróleo que nunca.
Hoy Argentina vuelve a generar superávit energético, más de 6.000 millones de dólares en diez meses.
Hoy Argentina dejó de pensar en “falta de combustible” y empezó a preguntarse “¿cuánto podemos exportar?”.

Y mañana —si seguimos en esta línea— Argentina puede convertirse en un protagonista energético global.
No es un sueño épico: es matemática, infraestructura y decisiones sostenidas.

La enseñanza es simple y brutal:
los récords llegan cuando hay un rumbo claro y se lo sostiene, aunque cambie el gobierno, el discurso o el decorado.

Cuando hay continuidad, hasta la Argentina hace milagros.

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