El banquete de los otros: El RIGI y la cordillera como zona de remate

22 diciembre, 2025

Tras años de freno y resistencias, la minería argentina acelera de cara a 2026 bajo el impulso feroz del gobierno de Javier Milei. Provincias históricamente reacias como Mendoza y La Rioja reabren sus cerros al extractivismo; el norte vive la fiebre del litio y San Juan apuesta todo al cobre. Pero entre promesas de dólares salvadores y concesiones sin precedentes a las multinacionales, crecen los fantasmas de siempre: conflictos ambientales, represión del disenso, y la sombra de un nuevo ciclo de saqueo con poco desarrollo local. Una radiografía filosa de un país que llega tarde a la carrera minera, sin el Estado ni la infraestructura de su vecino Chile, y que se debate entre un despegue federal genuino o repetir la historia del “granero del mundo” versión minería.

El mapa minero provincial: del litio norteño al oro y cobre andino

La Argentina minera es un mosaico de realidades dispares. En el Noroeste (NOA) – Jujuy, Salta y Catamarca – se libra la “fiebre blanca” del litio. Estas tres provincias comparten el triángulo del litio con Chile y Bolivia, la mayor reserva global del metal estratégico para baterías. Argentina es hoy el cuarto exportador mundial de litio y quinto productor, con 74.600 toneladas de carbonato de litio producidas en 2024 (+62% interanual). La expansión es vertiginosa: con nuevas operaciones en marcha, la producción saltará un 75% en 2025 para rondar 130.000 toneladas, y se proyecta al menos 235.000 toneladas para 2026, siete veces más que en 2022. Actualmente hay seis emprendimientos litíferos activos (cuatro ya produciendo en 2024), entre ellos los salares de Olaroz (Jujuy), Fénix (Catamarca) y Cauchari-Olaroz (Jujuy/Salta), además de la nueva planta Sal de Oro inaugurada en Salta en octubre 2024. La entrada de proyectos en Salta (Centenario-Ratones, Rincón) y la ampliación de los de Catamarca y Jujuy permitirán que Argentina se convierta en el segundo productor global en pocos años.

 
Piletas de evaporación para la extracción de litio en el Salar del Rincón (Salta). El “oro blanco” del NOA atrae inversiones multimillonarias, pero también genera alerta por el uso intensivo de agua en ecosistemas frágiles.

El boom del litio ha atraído un aluvión de capitales extranjeros: empresas de EEUU, Canadá, China, Australia y hasta la India exploran salares buscando asegurarse suministro de este “oro blanco” estratégico. La producción, altamente extranjerizada, exportó unos US$900 millones en 2023(aunque cayó algo en 2024 por baja de precios, pese a mayor volumen). Las provincias del litio crearon incluso una “Región del Litio” para coordinar políticas y asegurar reglas claras a los inversores. Sin embargo, el desarrollo local real es incipiente: el valor agregado es casi nulo (se exporta materia prima) y las comunidades originarias del NOA reclaman participación y resguardo de sus recursos hídricos. En Jujuy, varias comunidades kollas denuncian la explotación de salares sin consulta previa y temen por la disponibilidad de agua, generando protestas que fueron replicadas y reprimidas durante 2023 en el contexto de una reforma constitucional provincial que buscó limitar los cortes de ruta. El esplendor del litio convive así con tensiones socio-ambientales: los salares altoandinos son ecosistemas frágiles cuya alteración afecta a economías locales como la agricultura e incluso a la fauna (en 2023 se hallaron flamencos muertos cerca de un salar riojano explotado por el Estado, apuntando a posible contaminación). La fiebre del litio promete divisas y empleo, pero deja el desafío de que esa riqueza no escurra como salmuera entre las manos de los argentinos.

Más al sur, en cuyo y la cordillera central, otras provincias apuestan a metales tradicionales. San Juan se ha consolidado en las últimas décadas como bastión minero con grandes yacimientos de oro y plata (Veladero, Gualcamayo) y un ambicioso horizonte en cobre. Esta provincia cordillerana, de histórico perfil pro-minero, cobija la mayor cartera de proyectos cupríferos del país junto a Catamarca. Argentina no produce cobre desde 2018, cuando cerró la mina Alumbrera en Catamarca. Pero tiene al menos seis proyectos de clase mundial en etapas avanzadas, que podrían posicionarla entre los 10 mayores productores globales hacia la próxima década. En San Juan destacan Josemaría y Filo del Sol, dos enormes depósitos de cobre, oro y plata ubicados en el distrito Vicuña, a más de 4.000 metros de altura. A inicios de 2024, la canadiense Lundin (dueña original de Josemaría) logró un acuerdo inédito: la gigante australiana BHP se asoció 50/50 y formaron la empresa “Vicuña Corp.” para desarrollar ambos proyectos con una inversión estimada de US$5.000 millones. Los directivos prevén levantar la planta y empezar producción hacia 2030, ya que la construcción de minas de esta magnitud lleva al menos 3 años tras la aprobación final. Para BHP –líder mundial del cobre– meterse en Argentina solo fue viable gracias a las garantías y ventajas que brinda el nuevo régimen de Milei: “Sin el RIGI, Vicuña no existiría… El RIGI niveló la cancha con Chile y Perú”, confesó José Morea, director de la firma en Argentina. En paralelo, San Juan también alberga otros megaproyectos: Los Azules (cobre en Calingasta, impulsado por McEwen Mining con participación de Stellantis y Rio Tinto, y aprobado en 2023 para beneficios fiscales), El Pachón (cobre, de Glencore, frenado años por cuestiones ambientales), además de la mina de oro binacional Pascua-Lama (Barrick/Shandong, suspendida por Chile) cuyo lado argentino (“Pascua”) podría reactivarse si cambian las regulaciones de glaciares. Catamarca, por su parte, espera concretar MARA (Agua Rica-Alumbrera), un combo de cobre, oro y molibdeno que reutilizaría la infraestructura de Alumbrera; pero enfrenta férrea oposición en Andalgalá por potencial contaminación y uso de agua en cuencas críticas.

Otras provincias metalíferas completan el panorama: Santa Cruz, en la Patagonia, vive un boom aurífero-argentífero desde 2010 con minas como Cerro Vanguardia, Cerro Negro, Cerro Moro, que hoy explican casi 70% de las exportaciones mineras argentinas. De hecho, el oro aportó US$3.141 millones en 2024 (68% del total exportado) y la plata US$641 millones (14%), gracias en gran parte a los yacimientos santacruceños. Irónicamente, esta riqueza no ha modificado las penurias estructurales de la provincia, reflejando la desconexión entre enclaves extractivos y desarrollo local. En el extremo opuesto, provincias con vastos recursos siguen sin actividad por resistencia social o prohibiciones legales: Chubut posee uno de los mayores depósitos de plata del mundo (Navidad, de Pan American Silver), pero desde 2003 rige allí una ley que prohíbe la minería a cielo abierto con químicos. Los intentos de derogar esa restricción en 2021 provocaron una rebelión popular que forzó su anulación, en un episodio emblemático del poder de las asambleas ambientales. Otras jurisdicciones, como Tucumán, Córdoba o Entre Ríos, también vetaron la megaminería por ley, aunque geológicamente no tenían proyectos de escala. En síntesis, la “minería argentina” es heterogénea: concentrada en unas pocas provincias andinas, con 7 u 8 distritos proactivos y otros abiertamente “libres de megaminería”. Este mosaico es resultado de las políticas federalizadas –cada provincia es dueña de sus recursos según la Constitución de 1994– y de 20 años de disputas socioambientales que delinearon dónde avanza el modelo extractivo y dónde encuentra un freno.

Mendoza despierta del letargo (entre promesas y protestas)

El caso de Mendoza merece un capítulo aparte. Esta provincia cuyana, famosa por sus viñedos y petróleo, tuvo históricamente una sociedad reticente a la minería metalífera a gran escala. Desde 2007 está vigente la Ley 7722, bautizada “Guardiana del Agua”, que prohíbe el uso de sustancias tóxicas (como cianuro, ácido sulfúrico y otros) en la minería, imposibilitando en la práctica proyectos auríferos o cupríferos tradicionales. Gracias a esa ley y a la firme movilización social, Mendoza frenó emprendimientos como San Jorge (cobre en Uspallata) en 2011, y en 2019 defendió la 7722 en las calles cuando un fallo judicial intentó debilitarla prohibiendo los xantatos (reactivos de flotación) – 50 mil personas rodearon la Legislatura y lograron revertir esa avanzada en defensa del agua. Mendoza se convirtió así en símbolo de resistencia ambiental, con un eslogan coreado en cada rincón: “El agua de Mendoza no se negocia”.

Sin embargo, la asfixia económica y el cambio de vientos políticos reactivaron la presión minera. En 2023 asumió nuevamente como gobernador Alfredo Cornejo, del mismo signo político que impulsó sin éxito la flexibilización de la 7722 años antes. Con su gestión, Mendoza comenzó a “desempolvar” proyectos. A principios de 2025 ocurrió lo impensado: se reactivó el proyecto San Jorge luego de 14 años, de la mano de nuevos inversores (la firma Zonda Metals GmbH y el Grupo Alberdi) que buscan encuadrarse en el RIGI nacional. “Milagrosamente” –ironizó un portal local–, casi en simultáneo apareció un nuevo informe de impacto ambiental para San Jorge, generando inmediatas protestas en Uspallata que obligaron a pausar nuevamente el proyecto. La escena refleja la tensión latente: el gobierno mendocino promete “minería sostenible” y empleo de calidad en una provincia con 1 millón de pobres, pero en los hechos la minería aurífera y cuprífera sigue sin despegar. En enero de 2025, ambientalistas boicotearon la inauguración de una Cámara de Proveedores Mineros en Uspallata –hubo piedrazos y disturbios– impidiendo el intento oficial de “mostrar entusiasmo” por la minería. La provincia, pese a contar con yacimientos de cobre, hierro, potasio, oro y otros, no logra quebrar la desconfianza social. Proyectos sí en marcha son los “menos conflictivos”: la mina de hierro Hierro Indio (Malargüe) avanzó en exploración y prefactibilidad, y sobre todo Potasio Río Colorado, un gigantesco yacimiento de sales de potasio que Vale dejó trunco en 2013, ahora retomado por el Estado provincial. Mendoza aprobó en 2023 la reactivación de Potasio Río Colorado, montó una planta piloto y espera comenzar producción en 2025. Si prospera, sería la primera operación minera a escala en años, aunque orientada a fertilizantes (potasio) y no abarcada por la 7722, por lo que genera menos rechazo.

Paradójicamente, después de 17 años Mendoza volvió a ser sede de la mayor convención minera del país en octubre de 2025. Autoridades locales se jactaron de que la provincia “ha avanzado en políticas de Estado y oportunidades de negocios” para la minería. Pero el terreno sigue minado de desconfianza social. Los mendocinos conocen de memoria la promesa de “lluvia de empleos”: todavía recuerdan el fallido proyecto San Jorge y la rebelión de 2019. Saben que su agua vale oro (más que el oro mismo) en una provincia semiárida donde el vino, la agroindustria y el turismo dependen de ella. Hoy Mendoza está en una encrucijada: ¿podrá destrabar minas de oro y cobre bajo nuevos estándares, o seguirá primando el principio precautorio? El gobierno insiste en “minería sustentable y participativa”, pero cada movimiento despierta a una ciudadanía alerta. “La minería toma tiempo –escribió Denergía–. Además de disolver rocas, deberán lidiar con los ambientalistas y las resistencias populares. No se trata solo de contaminación sino de quién tendrá prioridad en el acceso al agua, y el RIGI otorga prioridad a los capitales”. Esa frase resume el dilema mendocino: el modelo Milei pone la alfombra roja a las empresas, pero la licencia social sigue en rojo vivo.

La Rioja: entre el modelo estatal y la herencia de Famatina

Otra provincia clave es La Rioja, cuyo destino minero estuvo marcado a fuego por Famatina, el cerro cuyo pueblo homónimo expulsó a cinco mineras en 15 años. La Rioja posee oro, cobre, uranio y ahora litio, pero también una de las resistencias socioambientales más férreas del país. Desde 2007, el grito “El Famatina no se toca” se hizo realidad: sucesivos intentos de mega-minería (Barrick Gold 2007, Shandong Gold 2008, Osisko 2011, Midais 2015, Seargen 2018) fueron bloqueados por asambleas ciudadanas persistentes. Los vecinos de Famatina y Chilecito implementaron cortes de ruta en la montaña –a 3.500 msnm, bajo frío y nieve– impidiendo la llegada de equipos y personal minero. Sufrieron persecuciones, espionaje y causas judiciales, pero ganaron: ninguna minera logró pasar. Para los riojanos de esas comarcas, el cablecarril inglés que en 1900 bajaba oro de Famatina es un “museo del saqueo”, porque nada quedó en el pueblo de aquella riqueza. Esa memoria alimenta una postura de “fuera todas las mineras” en el cerro sagrado. No es casual: La Rioja fue pionera en 2007 en dictar una ordenanza municipal en Famatina prohibiendo minería química, antesala de muchas otras normativas similares en el país.

Llegamos a 2025 con ese antecedente, pero con un giro llamativo desde la capital provincial. El gobernador Ricardo Quintela (PJ) viene impulsando un “modelo propio” de minería estatal. A contrapelo del fervor liberal de Milei, Quintela decidió no adherir al RIGI nacional y en cambio asociar a las empresas provinciales (como la minera estatal Kallpa SAPEM) en cada proyecto. Su mensaje: “No necesitamos que Buenos Aires nos diga cómo explotar nuestros cerros”. Así, mientras critica a Milei, Quintela celebra como triunfo provincial la llegada de nuevos inversores bajo su paraguas local. Un caso concreto es el del litio: en 2024 la provincia anunció exploración en el salar El Leoncito (dpto. Vinchina) mediante Kallpa, avanzando sin apoyo nacional. Pero esta movida ya trajo cola: ambientalistas de Chilecito denunciaron “ecocidio” en El Leoncito por la destrucción de la salina y hallazgo de flamencos muertos cerca (Laguna Brava) tras las perforaciones, exigiendo la renuncia del secretario de Ambiente local. Es decir, aun con “modelo estatal”, los conflictos ambientales no amainan –de hecho, preocupa que si ni el Estado se controla a sí mismo, peor será con transnacionales privadas.

La apuesta riojana de esquivar el RIGI genera escepticismo entre expertos y empresas. La minería de gran escala requiere inversiones gigantes y marcos estables; jugar sin el blindaje legal-fiscal de Nación es correr con desventaja, como “con una mano atada” en palabras de un analista. ¿Puede un proyecto de cobre o litio en La Rioja ser rentable cargando con todos los impuestos y la obligación de un socio estatal, mientras cruzando la frontera en San Juan o Catamarca gozan de exenciones del RIGI? La física del capital sugiere que éste fluye donde encuentra menor resistencia. Quintela confía en seducir inversores “no ortodoxos” dispuestos a tolerar la injerencia estatal a cambio de acceso privilegiado al yacimiento. La Rioja ensaya un equilibrio delicado: quiere minería, pero en sus términos. El gobernador incluso prometió que “el Famatina no se toca” –explicitando que no dará “licencia social” para explotar ese cerro icónico–, intentando así contener la histórica resistencia local mientras explora otros rumbos (litio en salares, cobre en otras sierras). Por ahora, el plan riojano es más voluntario político que realidad tangible: hay anuncios de exploración, memorandos con empresas medianas, pero ninguna mina en construcción todavía. “La Rioja se adentra en un experimento riesgoso… pretende construir una burbuja minera con reglas propias” resume un columnista local. Si logra inversiones concretas y avanzar, demostrará que el federalismo puede más que el libremercadismo mileísta. Pero si los anuncios quedan en nada por falta de financiamiento y confianza, habrá sido una quimera costosa para la provincia. En el mientras, las asambleas socioambientales riojanas se mantienen alerta: cada febrero, la marcha en defensa del agua en Famatina renueva el pacto ciudadano de cuidar el territorio “cueste lo que cueste”.

Desarrollo productivo vs cuidado ambiental: la grieta extractiva

La aceleración minera ha reactivado en Argentina la eterna tensión entre desarrollo y ambiente. Los promotores del sector prometen inversiones millonarias, empleos y divisas; los críticos advierten sobre contaminación, agotamiento de bienes comunes y “saqueo” de recursos no renovables. En los últimos dos años, con la crisis económica de fondo, pareciera haberse abierto la ventana a un consenso más pro-minero en parte de la sociedad. De hecho, un estudio de redes sociales detectó que casi 47% de las menciones sobre minería en Argentina son positivas (dic 2023 – feb 2025), un cambio histórico donde por primera vez crece el apoyo sin crecer en igual medida el rechazo. El discurso de la minería como “salvadora” gana espacio: se la presenta como motor de empleo y de dólares para sostener la golpeada macroeconomía. Este clima, alimentado desde el gobierno nacional, contrasta con la memoria de las comunidades que vivieron las promesas incumplidas. Porque la minería argentina tiene un historial magro en desarrollo local: aporta apenas cerca del 1% del empleo nacional y 0,6% del PIB, con eslabonamientos productivos débiles. Enclaves mineros como Alumbrera o Veladero evidenciaron que tras 20 años de operación, las comunidades aledañas siguen pobres, con economías dependientes y pasivos ambientales considerables.

En términos ambientales, Argentina contaba con algunas barreras legales fruto de luchas sociales: la ya mencionada ley 7722 en Mendoza, la ley provincial 5001 en Chubut, la Ley Nacional de Glaciares 26.639 (2010), entre otras. Esta última es crucial: protegió desde hace 15 años a los glaciares y todo el ambiente periglacial (permafrost altoandino) de actividades extractivas, reconociendo su rol como reservas hídricas estratégicas. Gracias a esa ley, proyectos en zonas sensibles –como Pascua-Lama en San Juan, o El Pachón y Los Azules parcialmente– debieron rediseñarse o paralizarse. Para las empresas mineras, se volvió “la piedra en el zapato”: un experto señaló que Argentina es “el único país del mundo con una Ley de Glaciares, demasiado rígida, que condiciona la llegada de capitales en zonas cordilleranas”. En la era Milei, esa conquista ambiental está en riesgo: el Ejecutivo envió en 2025 un proyecto de reforma que limita la protección solo a glaciares con “función hídrica” definida por cada provincia. En otras palabras, quitarle alcance y permitir minería en amplias áreas hoy vedadas. El gobierno admite que busca así “destrabar inversiones por más de US$30.000 millones” en la próxima década, de los cuales el 70% serían nuevos proyectos de cobre, oro y plata en la alta cordillera. Detrás de este número asoma la silueta de Pachón, Los Azules, Altar, Vicuña y tantos depósitos en San Juan, Mendoza, Catamarca y Salta que esperan que se “levante la barrera” del hielo para volverse rentables. Organizaciones ambientalistas nacionales e internacionales han puesto el grito en el cielo: advierten que los glaciares y permafrost proveen agua dulce a 7 millones de argentinos y sostienen economías regionales, por lo que alterar su protección sería “condenar el agua de los argentinos” en palabras de Greenpeace. La polémica está servida, y promete lucha en el Congreso y en las calles.

Las tensiones sociales y territoriales alrededor de la minería no han disminuido; por el contrario, podrían agudizarse con el nuevo impulso extractivista. Ya se observan brotes de conflicto: en Jujuy, las comunidades indígenas cortando rutas contra el litio; en Mendoza, protestas en Uspallata; en Catamarca, marchas en Andalgalá contra Agua Rica; en Río Negro, resistencias contra proyectos de oro y uranio; en Salta, denuncias por lagunas secándose por litio. La respuesta del Estado Milei ha sido preocupante: en 2024 se creó la Unidad de Seguridad Productiva –una suerte de comando especial– para desplegar fuerzas federales en zonas de proyectos extractivos y sofocar protestas sociales. Esta unidad, junto con protocolos de ciberpatrullaje, indica un claro endurecimiento represivo orientado a blindar las inversiones. Organismos de derechos humanos advierten que se busca criminalizar la protesta socioambiental y que Argentina transita hacia un estado de excepción en defensa de los negocios mineros y petroleros. De hecho, en provincias del NOA ya hubo represión a manifestantes, con detenciones de dirigentes indígenas y censura mediática, en línea con esta política de “garrote y mordaza” que denuncian organizaciones civiles.

Se juega así algo profundo: el derecho de las comunidades a decidir sobre sus territorios frente a la imposición de proyectos desde el poder central y las corporaciones. La grieta no es solo ambiental; es también económica y cultural. Porque cuando las papas queman (o mejor dicho, cuando faltan dólares), amplios sectores ven la minería como tabla de salvación –aunque antes la rechazaran–. Y del otro lado, quienes por experiencia histórica recelan, son tildados de “ambientalistas de café” o “enemigos del progreso”. En Argentina, esa falsa dicotomía “ambiente o desarrollo” lleva décadas sin resolverse de modo superador. Hoy vuelve recargada, con retórica extremista en ambos polos: desde el poder se habla de “sacar al país del atraso” explotando recursos a cualquier costo, mientras activistas alertan sobre un “ecocidio” y un nuevo “saqueo colonial”. En el medio, la ciudadanía trata de discernir qué es legítimo pedir: ¿minería sí, pero con controles rigurosos? ¿Minería no, apostar a otras economías regionales? ¿Minería solo si deja valor agregado local? El debate es complejo y, hasta ahora, las políticas públicas nacionales han optado por simplificarlo en favor de la extracción.

Chile vs Argentina: el tren que ya partió (¿se puede alcanzar?)

La comparación con Chile es inevitable y aleccionadora. El vecino trasandino es una potencia minera mundial desde hace décadas: líder absoluto en cobre (produce ~5,5 millones de toneladas anuales) y protagonista en litio, oro y otros. ¿Cómo llegó Chile allí y Argentina no? La diferencia radica en políticas de Estado continuas e infraestructura. Chile, incluso bajo distintas orientaciones políticas, mantuvo reglas claras y atrajo en 20 años más de US$150.000 millones en inversiones mineras, apoyado en infraestructura moderna y estabilidad normativa. Argentina, en cambio, pasó las últimas dos décadas enfrascada en discusiones legales, vaivenes impositivos y conflictos sociales, sin resolver cuellos de botella logísticos que encarecen sus proyectos. Hasta los ‘90 Argentina tenía mejores carreteras que Chile, pero se quedó dormida: mientras Chile concesionó rutas y mejoró puertos y energía, Argentina dejó de invertir y hoy sus yacimientos suelen estar aislados por caminos precarios. Un académico chileno, Gustavo Lagos, lo resumió crudamente: “Hoy la situación se revirtió: Chile tiene infraestructura muy buena… Argentina enfrenta serias limitaciones para garantizar logística eficiente a proyectos mineros”. Las consecuencias son directas: llevar insumos y sacar mineral es más costoso en nuestro país, reduciendo competitividad.

No solo eso. Chile supo también fortalecer el rol del Estado en sectores clave: tiene a Codelco, la mayor cuprífera del mundo, generando ingresos fiscales enormes; y avanza en crear una Empresa Nacional del Litio. Argentina, por su parte, privatizó YPF en los 90 (aunque luego la reestatizó parcialmente en 2012, pero en minería nunca tuvo una “YPF de los minerales”). Las provincias argentinas cuentan con empresas mineras estatales pequeñas (YCRT en carbón, GEMSE en Jujuy, CAMYEN en Catamarca, Kallpa en La Rioja, EMESA en Mendoza, etc.), pero con pocos recursos y capacidad limitada. Aquí, el Estado nacional nunca asumió un papel empresario fuerte en minería, confiando en atraer capital privado extranjero con bajos impuestos. Esa estrategia –muy activa desde los 90– permitió algunos proyectos (Alumbrera, Bajo la Alumbrera, Veladero, etc.), pero Argentina igualmente “llegó tarde” a la fiesta de los metales. Hoy corre detrás de la transición energética global (que demanda cobre, litio, etc.) con la lengua afuera, tratando de convencer a inversores de que ahora sí va en serio. Como dijo un ejecutivo local: “Argentina entró definitivamente en la carrera del cobre. Ya no se discute el potencial geológico, sino los tiempos, la infraestructura, la inversión”. Y en esos tres ítems llevamos desventaja respecto a Chile y Perú.

Encima, el gobierno Milei anunció que el Estado no hará inversiones en obras públicas –ni caminos, ni trenes, ni acueductos nuevos–, lo cual genera estupor incluso en empresarios mineros. “Los proyectos van a crecer de la mano con la infraestructura. No hay forma de que uno aparezca antes y el otro después”, advirtió recientemente el presidente de la cámara CAEM, Roberto Cacciola, recordando que nuestros depósitos del norte montañoso requerirán unos US$25.000 millones en infraestructura que alguien tendrá que financiar. En Chile, gran parte de esa infraestructura la puso el propio Estado o la articuló mediante concesiones; en Argentina, Milei pretende que la costeen las mismas empresas privadas, a riesgo de espantarlas o de que nunca se haga. Por eso, incluso con RIGI en mano, un director de Barrick Gold en Argentina alertó:Con el RIGI no alcanza”, señalando la falta de inversión en rutas y redes eléctricas públicas como obstáculo para la minería. En resumen, Argentina busca subirse a un tren que ya va a alta velocidad, pero con vagones desvencijados y sin locomotora estatal. Puede que logre engancharse en el último carro de la transición energética global, pero difícilmente compita de igual a igual si no resuelve su infraestructura y brinda estabilidad más allá de un solo período de gobierno. La próxima década será definitoria: o invertimos en serio (público y privado) para aprovechar nuestros ricos recursos, o veremos cómo el “milagro minero” se nos escapa nuevamente mientras Chile y otros cosechan los frutos.

Milei: desregulación al extremo, ¿desarrollo o entrega de soberanía?

En este contexto irrumpe el factor político clave: el gobierno nacional de Javier Milei, desde diciembre 2023. El líder libertario llegó con la promesa de una “revolución market friendly”, y en minería eso se tradujo en desregulación, incentivos masivos a inversores y relajación de estándares socioambientales. Su buque insignia es el ya mencionado Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI), lanzado a principios de 2024. Este régimen especial ofrece estabilidad fiscal, exenciones impositivas, ventajas aduaneras y cambiarias por 30 años a proyectos de más de US$200 millones. En la práctica, blinda legalmente a las megainversiones: fija un marco que no podrá ser modificado por leyes futuras sin derecho a compensación, y habilita incluso que las disputas se diriman en tribunales internacionales (CIADI) en lugar de la justicia argentina. Es decir, un inversor RIGI puede demandar al Estado argentino afuera si algún gobierno venidero le toca sus privilegios. Críticos alertan que esto supone entregar soberanía sobre nuestros recursos, resignando la potestad de la nación de cambiar reglas ante emergencias o nuevos conocimientos, so pena de multimillonarias demandas. Asimismo, señalan que la estabilidad por 30 años podría anular leyes nacionales y provinciales vigentes en materia ambiental o de otra índole, comprometiendo derechos de las generaciones futuras.

Milei y su equipo defienden el RIGI diciendo que por fin Argentina ofrece seguridad jurídica “nivel primer mundo” para atraer capital. Y ciertamente 19 proyectos se presentaron al RIGI en su primer año, con 7 aprobados ya, concentrados en minería (cobre, oro, litio) y energía (Vaca Muerta). Las empresas mineras aplauden: BHP, Rio Tinto, Lundin, Stellantis y otras ya entraron o anunciaron que se acogerán al régimen para Josemaría-Filo, Los Azules, etc.. Desde la industria admiten que “sin el RIGI no se sentarían a la mesa” (así de crucial es la rebaja de costos). Por caso, el RIGI prevé eliminar retenciones a la exportación para los proyectos (hoy la minería paga un 4,5%), liberar el cambio (podrán girar utilidades al exterior sin trabas) y una amortización acelerada de inversiones, entre otros beneficios. Es un paquete tan generoso que algunos lo llaman directamente “regalo impositivo”. No exige contrapartidas significativas de contenido local, empleo o cuidado ambiental: es confianza ciega en el derrame de la inversión privada. Los críticos temen que así se profundice la desigualdad estructural tributaria –dando privilegios a gigantes corporativos mientras pymes y ciudadanos comunes pagan todo–, y que se agrave la restricción externa (fuga de divisas) al facilitar la repatriación irrestricta de utilidades. De hecho, el Observatorio del RIGI advirtió que podría debilitar las finanzas públicas a corto plazo y forzar más endeudamiento.

Otra pata es la desregulación ambiental. Ya mencionamos el intento de reformar la Ley de Glaciares. Pero Milei fue más allá: eliminó o recortó estructuras de control. Durante 2024 prácticamente paralizó la aplicación de la Ley de Bosques y de Evaluación Ambiental, trasladando potestades a provincias muchas veces cooptadas por intereses mineros. Designó en roles clave a personas vinculadas al sector privado extractivo, reduciendo la capacidad de fiscalización independiente. En su lógica, el “exceso de regulaciones” era la traba del crecimiento, por lo que impulsó una derogación masiva de normas –se jactan de haber anulado más de 1000 regulaciones en un año–. En minería, esto incluye simplificar trámites de permisos, acelerar evaluaciones de impacto ambiental (a veces en 60 días, algo irreal para estudios serios) y hasta considerar la autorización tácita si el Estado no responde en plazo. Básicamente un “pase libre” a la actividad. Como broche, Milei redujo al mínimo el Ministerio de Ambiente (subordinándolo al de Infraestructura) y dejó la autoridad minera en manos de la Secretaría de Energía y Minería, fusionando agendas que deberían tener contrapesos.

El balance del “experimento Milei” en minería, tras un año, es agridulce. Por un lado, anuncian inversiones récord: el Gobierno celebra que gracias al RIGI se han comprometido más de US$50.000 millones en proyectos a futuro. Se estima que en 2024 las mineras invirtieron casi US$500 millones solo en exploración, la cifra más alta en mucho tiempo. Y las exportaciones mineras 2024 alcanzaron US$4.300 millones –un 15% más que 2023, de las más altas en la historia–. El propio presidente Milei alienta las expectativas diciendo que la minería, junto al petróleo y el campo, sacarán Argentina de la crisis. Sin embargo, los resultados concretos inmediatos son modestos: incluso en los escenarios oficiales más optimistas, los proyectos aprobados por el RIGI generarían poco más de 1000 empleos directos en total, una gota en el desierto laboral argentino. La “gran minería” es capital-intensiva y poco intensiva en mano de obra; y sin un plan de industrialización en origen ni encadenamientos productivos, difícilmente provoque un impacto económico duradero en las regiones involucradas. Esto enciende la alarma de un nuevo ciclo de enclaves: pueblos que ven pasar camiones cargados de mineral, mientras su estructura productiva local cambia poco y nada. Ya ha sucedido antes: en San Juan, Veladero produjo oro por US$8.000 millones en 15 años, pero Iglesia y Jáchal (los departamentos aledaños) siguen entre los más pobres. En Catamarca, Alumbrera exportó más de US$6.000 millones, pero Andalgalá no salió de la postergación. ¿Por qué sería distinto ahora?

Los defensores responden que esta vez el volumen de inversión será tan grande que “derramará” inevitablemente, y que provincias y Nación recaudarán vía impuestos y regalías. Ciertamente, si todos los proyectos de cobre se concretasen, Argentina podría exportar hasta 1,2 millones de toneladas de cobre anuales en 2030, convirtiéndose en el tercer productor mundial. Sería un flujo de divisas enorme y potencial fuente de recursos fiscales. Pero esa es la foto color de rosa. La realidad es que para llegar allí se requieren condiciones muy exigentes: mantener estabilidad política y económica por años, precios internacionales favorables, resolución de conflictos locales, y que las empresas efectivamente paguen lo que corresponde. En Argentina, las mineras pagan un 3% de regalía provincial (sobre el mineral en boca de mina) y hasta 13% de Impuesto a las Ganancias; pero con el RIGI muchas cargas se reducen, y hay mecanismos de elusión (precios de transferencia, reintegros) que históricamente han hecho que la renta captada por el Estado sea baja. Por eso, economistas advierten que sin un Estado fuerte negociando condiciones, la riqueza mineral puede irse literalmente en los barcos. Un viejo anhelo, reflotado incluso por sectores no izquierdistas, es que Argentina tenga una empresa pública minera o participaciones estratégicas que aseguren que parte de las utilidades queden en el país. Milei, claro está, ni considera esa idea; al contrario, pregona privatizaciones y venta de activos estatales (ha mencionado vender YPF, a lo sumo conservar Vaca Muerta vía YPF mixta). En minería su filosofía es “dejar hacer” al mercado. El riesgo de esta visión es convertirnos en poco más que un proveedor de materias primas baratas, como fuimos con los granos y la carne por un siglo.

La frase “entrega de soberanía” puede sonar fuerte, pero varios especialistas la usan al analizar el paquete Milei. Viene a cuento de la cesión de jurisdicción (caso CIADI), de la pérdida de control sobre los bienes comunes y de la subordinación a intereses foráneos. Un informe reciente de CELS advirtió que el RIGI “blinda el modelo extractivo institucionalmente, desligándolo aún más de los principios democráticos, las comunidades locales y las economías regionales”. Y esboza un panorama crudo: “falta de participación ciudadana, ausencia de rendición de cuentas, criminalización de comunidades locales… no se cumple la eterna promesa del empleo local… el régimen podría anular leyes nacionales y provinciales y comprometer derechos de las generaciones futuras”. Son alertas para que el supuesto “progreso” no se lleve puesto a la democracia y al ambiente.

¿Hacia un desarrollo federal real o un ciclo más de saqueo?

Argentina se encuentra ante una oportunidad histórica y un riesgo histórico. La oportunidad: contribuir al mundo con minerales claves para la transición energética (litio para baterías, cobre para electrificación) y, en el proceso, apalancar un desarrollo económico federal que diversifique nuestra matriz más allá de la soja y el conurbano bonaerense. El riesgo: repetir el esquema extractivista de siempre, en el que empresas transnacionales extraen y se llevan la riqueza, dejando migajas y pasivos. La historia latinoamericana está llena de booms efímeros –del guano peruano al caucho amazónico, del salitre chileno al oro de Potosí– que enriquecieron a pocos y no sacaron a los pueblos de la pobreza. Hoy, con toda la tecnología y las lecciones del pasado, podríamos hacerlo distinto. Pero eso exige un cambio de enfoque: que la minería sea un medio para el desarrollo, no un fin en sí mismo.

¿Qué implicaría esto? Por empezar, maximizar el valor agregado local: no conformarse con exportar carbonato de litio, sino avanzar a materiales catódicos y baterías “made in Argentina”; no solo concentrado de cobre, sino pensar en fundiciones o plantas de cables y aleaciones en suelo argentino (aunque sea en sociedad). También, encadenar la minería con otras industrias: que el acero, el litio, el cobre alimenten un crecimiento manufacturero doméstico. Y fundamental: fortalecer la institucionalidad para que haya controles ambientales serios y participación ciudadana real en las decisiones. Sin eso, la conflictividad minará (literalmente) cualquier plan.

Lamentablemente, las políticas actuales van en sentido contrario: se debilitan controles, se apura la extracción bruta y se confía en un derrame automático que pocas veces ocurre. Las comunidades temen justamente eso: que tras el vendaval extractivo queden pueblos fantasmas, aguas contaminadas o agotadas, y la misma pobreza estructural de antes. Como dijo un habitante de Famatina mirando las ruinas del viejo cablecarril inglés: “Es un museo del saqueo, porque en el pueblo no quedó nada de esa riqueza”. Evitar repetir ese destino debería ser prioridad nacional.

En números duros, la meta oficial es ambiciosa: Milei sueña con que la minería (junto al agro y Vaca Muerta) generen los dólares para pagar una deuda externa colosal –solo en 2026 vencen US$20.000 millones– y estabilizar la economía. Pero apostar todo a un nuevo comodities boom es un arma de doble filo. El precio del cobre o del litio puede caer (de hecho, el litio bajó en 2024 reduciendo ingresos pese a mayor producción). Y si basamos nuestro desarrollo en extraer recursos primarios, quedamos a merced de la volatilidad global. Chile mismo, con todo su éxito minero, está hoy repensando su modelo para agregar valor y cuidar más el medio ambiente, porque sabe que la demanda global puede mutar y las sociedades exigen estándares más altos.

Argentina, a contramano, pareciera “ir por el atajo”: abrir la canilla a full para que fluyan inversiones ya, sin detenerse mucho en cómo encauzar ese caudal. Puede funcionar en el cortísimo plazo –tal vez 2025-2026 vean un mini auge de obras mineras–, pero ¿qué quedará en 2030? Ahí está la pregunta clave. Si para entonces tenemos provincias mineras con polos industriales, mejor infraestructura y menos pobreza, podremos decir que aprovechamos el recurso. Si, en cambio, tenemos cerros vaciados, pasivos ambientales costosos y provincias que siguen mendigando coparticipación, habremos fallado como tantas veces.

Queda por ver también la respuesta social organizada. Las asambleas ambientalistas en Argentina han demostrado ser resilientes. No serán mayoría, pero inciden. En 2025 convocaron, por ejemplo, el 4° Festival “Puentes de Agua” en Famatina con cientos de jóvenes y veteranos celebrando la defensa del territorio. Movilizaciones similares se replican en Andalgalá, Esquel, Uspallata, Jujuy. Es el “poder popular” del que hablan algunos, que contrarresta al “poder represivo” del Estado pro minero. Esa puja continuará, y será sano para la democracia que así sea: que haya discusión, que no se acalle al que piensa distinto con balas de goma o decretos.

Argentina 2026 se asoma como un país que debe decidir qué hacer con su riqueza natural. ¿La monetiza rápido para tapar agujeros financieros, o la gestiona soberanamente pensando en 50 años? ¿La minería será una palanca para un desarrollo armónico y federal, o apenas un capítulo más de la extracción predatoria? El gobierno de Milei ya mostró su carta: él está dispuesto a “entregar” mucho hoy a cambio de inversión ya mismo. Queda la esperanza de que otros actores –gobernadores, comunidades, el Congreso, la Justicia– equilibren la balanza imponiendo condiciones. Que se exija a las mineras contratar mano de obra local calificada, desarrollar proveedores argentinos, respetar las leyes ambientales (en lugar de bajarlas), que paguen impuestos justos y, algo esencial, que haya un plan post-extracción. Porque 30 años pasan rápido: ¿qué haremos el día después de que se agote el litio o el cobre si no diversificamos antes la economía?

En conclusión, Argentina enfrenta un “dilema del oro”: puede relucir rápido y fugaz, o forjarse en algo sólido y duradero. El avance minero en marcha traerá inversiones, sí; el desafío es convertirlas en riqueza real para el país y no en otra oportunidad perdida. De lo contrario, más temprano que tarde el canto de sirena del extractivismo se estrellará contra la roca dura de la realidad, y estaremos inaugurando museos del saqueo en distintos puntos del mapa, lamentando no haber aprendido la lección de nuestros propios cerros. La pelota está en juego, y el resultado, aún abierto.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *